No deberíamos by Vi Keeland

No deberíamos by Vi Keeland

autor:Vi Keeland [Keeland, Vi]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-01-21T00:00:00+00:00


∗ ∗ ∗

Las luces de la recepción permanecieron apagadas hasta que el sistema de activación por movimiento las activó. Algunas personas habían trabajado esta mañana en varios departamentos, pero ahora, al pasar por los pasillos, toda la planta parecía haberse vaciado. Los despachos estaban a oscuras o tenían la puerta cerrada.

Excepto uno.

Una puerta abierta al fondo del pasillo iluminaba la alfombra, pero hasta que no llegué a dos puertas de distancia, no oí ningún sonido.

Me detuve en seco al escuchar una voz. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era Annalise. Estaba… cantando. Era una canción country vagamente familiar que había oído varias veces —⁠algo sobre perder a tu perro y a tu mejor amigo⁠—, pero madre mía, tenía buena voz, como la de un dulce ángel, con un pequeño vibrato diabólico que ansiaba salir. Me hizo sonreír.

Quería seguir escuchando, pero sentía aún más curiosidad por ver qué aspecto tenía mientras cantaba. Así que avancé unos pasos hasta su puerta.

Tenía la cabeza gacha, la nariz hundida en un archivador y los cables de los auriculares colgando de las orejas. No se percató de mi presencia de inmediato. Solo vi su perfil, pero eso me dio una breve oportunidad para observarla. Me quedé fascinado por lo guapa que estaba.

Llevaba unos tejanos, una camisa blanca abotonada y el pelo recogido en una cola de caballo. Sin embargo, nunca había estado tan guapa. La falta de un elegante traje de negocios y el pelo alborotado permitían que ella fuera el centro de atención. Algunas personas necesitaban muchos adornos, pero Annalise no. Su belleza procedía de la impecabilidad de su piel de porcelana, las delicadas curvas de su cuerpo y unos ojos ardientes. Y esa voz… Me quedé completamente paralizado.

Mientras la miraba, ella inclinó un poco más el cuello para hojear unos archivos, y el movimiento hizo que captara una sombra por el rabillo del ojo.

Levantó la cabeza, abrió los ojos de par en par, se le cortó la voz y paró de cantar.

—¡Dios mío! —Se levantó y se arrancó un auricular de la oreja⁠—. Me has dado un susto de muerte.

Levanté las palmas de las manos.

—Lo siento. No quería asustarte.

Se llevó la mano al pecho y respiró hondo.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí de pie?

—No mucho.

—Supongo que tenía la música muy alta y no te he oído.

«O no he dicho nada para seguir mirándote. Qué importa».

—¿Qué haces aquí?

—He venido a hablar contigo.

Cerró el cajón del archivador. La conmoción inicial había desaparecido y su voz se apagó.

—Ya lo he dicho todo. Vete, Bennett.

Me metí las manos en los bolsillos y di un paso hacia su despacho.

—Entonces no tienes que hablar. Solo escúchame. Me iré cuando termine.

Llevaba una máscara de indiferencia, pero no dijo nada; al parecer, era mi oportunidad.

Me aclaré la garganta.

—No mentí en la habitación del hotel. Creo que eres preciosa, y estaba celoso de que ese tío te tocara.

Se quedó boquiabierta.

—Pensé que no recordabas nada de lo que dijiste esa noche.

Sonreí con timidez.

—Vale. Eso era mentira. Pero lo que dije esa noche no lo fue.



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